lunes, 25 de mayo de 2009

Anastasia estaba vestida para salir. De vestido largo, color discreto, no vaya a ser que llame la atención de algún caballero indebido, desentendido, maleducado, tacos altos, pelo suelto, mirada tímida, sonrisa cautelosa, temerosa. Pobre Anastasia, toda la vida se había debatido entre pensar menos y actuar más. Ser más espontánea y menos temerosa. Si al final, racionalizaba Anastasia, la vida se pasa en un milisegundo. Pero esa tendencia en ella era más fuerte. Recordaba, dilucidaba, tamizaba cada acción, dicho y sentimiento, pasándolo todo bajo un severo e inmisericorde escrutinio. Si, esa noche Anastasia estaba vestida para salir.

lunes, 18 de mayo de 2009

Benedetti se fue

Entre tanto homenaje, el mío corre desapercibido. La verdad no tengo ni un libro de Mario, pero he aprendido a apreciarlo y quererlo a través de mi hermana, que he sentido mucho su partida. Y hoy dia, en busca desenfrenada de las palabras que pudieran todavía atarlo a este mundo, quiero compartir este cuento en particular. Si, porque vivo en Chile y soy boliviana, porque es cierto que nacemos, vivimos y morimos con una nostalgia indecible, acechando el mar como quien persigue fantasmas. Vaya pues el cuento para quien tiene la fortuna de leerlo.

Un boliviano con salida al mar

Nunca he podido confirmarlo, pero dicen que en plena guerra de las Malvinas le preguntaron a Borges qué solución se le ocurría para el conflicto, y él, con su sorna metafísica de siempre, respondió: “Creo que Argentina y Gran Bretaña tendrían que ponerse de acuerdo y adjudicar las Malvinas a Bolivia, para que este país logre por fin su salida al mar.”
En realidad, la ironía de Borges (siempre que la cita sea verdadera) se basaba en una obsesión que está presente en todo boliviano, ese alguien que siempre parece estar acechando el horizonte en busca del esquivo mar que le fue negado. Tiene el Titicaca, por supuesto, pero el enorme lago sólo le sirve para que crezca su frustración, ya que en vez de conducirlo a otros mundos, sólo lo conduce a sí mismo.
De todas maneras, cuando algún boliviano llega al mar, aunque éste sea lejano, siempre se trata de un blanco, nunca de un indio. Hubo un indio, sin embargo, nacido junto a las minas de Oruro, que por un extraño azar pudo alcanzar el mar prohibido.
Debió ser un niño simpático y bien dispuesto, ya que una dama paceña, que estaba de paso en Oruro y pertenecía a una familia acaudalada, lo vio casualmente y se lo trajo a la capital, allá por los años cincuenta. Rebautizado como Gualberto Aniceto Morales, aprendió a leer y aprendió a servir. Y tan bien lo hizo, que cuando sus patrones viajaron a Europa, lo llevaron consigo, no precisamente para ampliar su horizonte sino para que los auxiliara en menesteres domésticos.
Así fue que el muchacho (que para ese entonces ya había cumplido quince años) pudo ir coleccionando en su memoria imágenes de mar: desde la tibieza verde del Mediterráneo hasta los golfos helados del Báltico. Cuando al cabo de un año sus protectores regresaron, Gualberto Aniceto pidió que lo dejaran viajar a su pueblo para ver a su familia.
Allí, en su pobreza de origen, en la humilde y despojada querencia, ante la mirada atónita y el silencio compacto de los suyos, el viajero fue informando larga y pormenorizadamente sobre farallones, olas, delfines, astilleros, mareas, peces voladores, buques cisternas, muelles de pescadores, faros que parpadean, tiburones, gaviotas, enormes transatlánticos.
No obstante, llegó una noche en que se quedó sin recuerdos y calló. Pero los suyos no suspendieron su expectativa y siguieron mirándolo, esperando, arracimados sobre el piso de tierra y con las mejillas hinchadas por la coca. Desde el fondo del recinto, llegó la voz del abuelo, todavía inexorable, a pesar de sus pulmones carcomidos: ¿Y qué más?
Gualberto Aniceto sintió que no podía defraudarlos. Sabía por experiencia que la nostalgia del mar no tiene fin. Y fue entonces, sólo entonces, que empezó a hablar de las sirenas.
Mario BenedettiDespistes y Franquezas (1995)