jueves, 4 de febrero de 2010

Chiquitanía íntima

Éste ha sido el más especial. De todos mis viajes a zonas rurales en Bolivia, a esos pueblitos escondidos, donde el tiempo transcurre muy lento, donde la luz proviene de un generador eléctrico y donde no hay más paseo que dar una vuelta a la plaza, éste, el que acabamos de hacer con mi marido, hijos y demás familia, ha sido el más especial.

Es que ha sido un reencuentro. Tantas veces, de niña y no tan niña, he viajado a Chulumani, Coroico y otros lados. Y siempre es lo mismo, el traposo trajinar del auto sobre el camino de tierra para llegar al pueblito inerme, indiferente al paso de los años. La gasolinera está siempre a la entrada del pueblo, y unas cuantas tienditas. Hay que avanzar por calles angostas hasta llegar a la plaza, el principio y el fin de todo, y más allá, buscar el hotel que nos va a alojar. Limpio, amplio, antiguo. Ordenar las maletas y salir en mallas a la piscina helada. Y dejarse llevar, acostumbrarse al letargo del pueblo.

No había que rebuscar más allá. Y así lo hicimos ahora, nos fuimos a la chiquitanía cruceña, un grupo de poblaciones fundadas en el siglo 17 por los jesuitas, que han dejado un riquísimo legado cultural, arquitectónico, musical y religioso. Así que esa ceremonia, la del pueblito que parece haberse quedado centurias atrás, me devolvió a mis raíces más puras y me recordó un poquito de mi historia. Pero para Alfredo y los niños, acostumbrados a manejar en carreteras de tres carriles, con estaciones de gasolina y confiterías abarrotadas, a llegar a pueblos turísticos que tienen mall, supermercados, farmacias y todas las comodidades urbanas, el viaje era más que una novedad, una suerte de encapsulamiento en la máquina del tiempo y un aprendizaje de lo que hay más allá de este Chile que es (debemos admitirlo) mil veces más moderno que mi amada Bolivia.